Suele ser una frase muy manida, pero cuando uno se entera del fallecimiento de Javi Dorado no puede pensar otra cosa: la vida es, muchas veces, tremendamente injusta. Le descubrí como aficionado, desde la distancia de quien aplaudió a aquel incansable lateral zurdo del Sporting de Marcelino. Le conocí en LA NUEVA ESPAÑA, más intensamente en los últimos años, con motivo de su ejemplar forma de encarar la leucemia. Javi iba a ser nuestro gran fichaje el pasado verano. Iba a sumarse, una vez a la semana, a la información del Sporting a través de un artículo de opinión.
El fútbol era la excusa, el objetivo real era intentar hacer llegar, desde su experiencia con la enfermedad, pautas de cómo encarar este tipo de procesos. Su inquietud era poder ser de utilidad para aquellos que estuvieran atravesando algo parecido a su caso, o para quienes nos pueda llegar a tocar en un futuro. En una sociedad cada vez más individualista, en la que nos empeñamos en que todo gire a nuestro alrededor, convirtiendo cualquier imprevisto en el mayor drama o afrenta posible, lo de Javi era un ejercicio permanente de optimismo, de entregarse a los demás. Sencillo, humilde, generoso, siempre dispuesto a ayudar… Todo eso, en un momento en el que la vida te pone entre la espada y la pared. Un tío que impacta.
Quedamos en cerrar, el pasado agosto, el inicio de su sección, a mi vuelta de vacaciones. Fue tomando nota de las primeras jornadas de Liga, no solo del Sporting, también del Mallorca y del Madrid, sus debilidades futbolísticas. El mazazo llegó cuando me pidió aplazar el inicio. “Hay muy malas noticias”, me dijo. Quinta recaída. Otra vez al hospital, otra vez a empezar con la quimio para ver si “me enderezan”. Un abrazo a la familia y a sus tres hijos. Imposible tener un padre mejor. Sin ánimo de que suene egoísta: a la vida le hace falta más gente como Javi para hacernos mejores al resto. Gracias por tu ejemplo.
Suscríbete para seguir leyendo